El informe sobre las víctimas de violencia de motivación política exige, una vez más, pruebas imposibles a miles de víctimas de la tortura. Porque en lugar de justicia, reconocimiento y reparación, las víctimas recibirán una nueva humillación
El informe sobre las víctimas de violencia de motivación política estipula que deberá ser cada víctima la que pruebe y acredite «suficientemente» su condición de tal. Idéntica exigencia a la planteada en el caso de la Ley de Memoria Histórica, y por eso se han quedado sin justicia, reconocimiento ni reparación alguna miles de víctimas del franquismo.
Los redactores del informe se escudan en que con las víctimas de ETA se ha procedido del mismo modo, pero la diferencia entre éstas y las víctimas del Estado a la hora de acreditar su condición de tales salta a la vista. Porque ETA ha asumido siempre sus acciones y las víctimas que ha causado, mientras el Estado ha hecho todo lo contrario: negar siempre por sistema y sólo reconocer los hechos cuando las pruebas son apabullantes.
Buena muestra de ello es lo sucedido con la tortura estas últimas décadas; en especial, los últimos 25 años, en los que ha alcanzado su máxima expresión el desamparo sufrido por las víctimas de esa lacra, tanto en el momento de ser torturadas como en el de reclamar reconocimiento, justicia y reparación.
En efecto, desde 1968, que es la arbitraria fecha elegida por el informe para empezar a ocuparse de dichas víctimas, se distinguen dos periodos en cuanto a la tortura se refiere. El primero abarca el franquismo y la transición, durante la que el uso del tormento fue aún más masivo que en la dictadura. Entonces, los torturadores usaban métodos como la «barra», el «quirófano» y el «potro», que dejaban en muchos casos no pocas marcas que procuraban hacer desaparecer en lo posible durante los últimos días de detención, aplicando todo tipo de pomadas.
En el segundo periodo, a partir de mediados de la década de los 80, los torturadores cambiaron de métodos y empezaron a poner sumo cuidado en no dejar marcas físicas, procurando, eso sí, acentuar al sumo las psicológicas. Y bien que lo logran con las llamadas técnicas de «tortura limpia» que son aún más destructivas, porque producen un terrible impacto en la psique humana y sus efectos son más duraderos.
Oriol Marti, torturado tanto durante el franquismo como en 1992, lo explicó certeramente: «Los torturadores torturan mejor ahora que veinte años atrás: han mejorado en técnicas, dejan menos marcas, hacen sufrir más y mejor en menos horas. Los torturadores del franquismo eran unos alocados, los de ahora lo hacen con bolsa de plástico». Eso lo afirmaba hace casi 20 años, y con posterioridad han seguido perfeccionando sin cesar sus técnicas, para hacen sufrir más y de manera más «limpia».
En algunas raras ocasiones, eso sí, a los torturadores se les ha ido claramente la mano, pero incluso en esos casos la actuación de la Justicia ha sido casi siempre bochornosa: a pesar de que durante estos últimos 25 años han sido unas dos mil las personas que han denunciado haber sufrido torturas relacionadas con el conflicto político vasco, tan sólo ha habido una sentencia condenatoria firme; en el caso de Kepa Urra, sucedido en 1992, en el que los torturadores volvieron a ser indultados. El de Portu y Sarasola está pendiente de lo que decida el Supremo, que ha anulado no pocas condenas por torturas.
Esa casi ausencia de condenas es debida a que los jueces españoles hacen recaer siempre la carga de la prueba en las víctimas del tormento, aun sabiendo que la incomunicación, al crear, como denuncia Amnistía Internacional, un agujero negro que se traga todos los derechos del detenido, hace prácticamente imposible que puedan aportar prueba alguna de lo realmente sucedido.
El informe sobre las víctimas de violencia de motivación política no hace sino ahondar en esa tremenda injusticia al exigir, una vez más, pruebas imposibles a miles de víctimas de la tortura. Porque en lugar de justicia, reconocimiento y reparación, las víctimas recibirán una nueva humillación.
Antaño en Derecho se afirmaba que la carga de la prueba recae siempre sobre quien afirma y no sobre quien niega. Sin embargo, hace ya tiempo que quedó claro que, en ciertos casos, la parte que niega tiene a su alcance fácil prueba y la oculta de mala fe, mientras que está lejos de las posibilidades de quien afirma el poder aportar elementos de convicción. Por eso, surgió una doctrina ampliamente acogida hoy día en la jurisprudencia, la de la distribución de las cargas probatorias dinámicas, que considera que, en esos casos, la carga de la prueba debe recaer en quien niega.
Pues bien, en casi todos los casos de denuncias de torturas antes mencionados se han cumplido con claridad las condiciones requeridas para aplicar esa doctrina. Por un lado, el Estado, haciendo caso omiso a numerosos organismos internacionales, se ha negado a ordenar grabar con unas mínimas garantías los periodos de detención, impidiendo así que se sepa lo realmente sucedido. Por otro, la posibilidad de que los denunciantes pudiesen aportar pruebas al respecto ha sido en verdad nula.
¿Por qué se han empeñado entonces los jueces en hacer recaer siempre toda la carga de la prueba sobre estos últimos?
Xabier MAKAZAGA, autor do Manual del torturador español
Fonte: Gara